Más allá están los Andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el desierto total.
Herodoto,IV,18
(...) Los madrugadores de la tribu, una quincena de hombres desnudos, divididos en dos grupos, realizaban, de un modo rápido y preciso, tal como parecía ser su costumbre, dos tareas diferentes: el primer grupo construía, valiéndose de palos y de troncos, unos implementos de los que únicamente al observar el trabajo al que se dedicaban los hombres del segundo pude darme cuenta que se trataba de tres grandes parrillas porque, en efecto, los hombres del segundo grupo, al que sin duda debía pertenecer el indio ensangrentado y afable con el que me acababa de cruzar bajo los árboles, munidos de unos cuchillitos que parecían de hueso, decapitaban, con habilidad indiscutible, los cadáveres ya desnudos de mis compañeros que yacían en un gran lecho de hojas verdes extendido en el suelo.
De los cadáveres, alineados con prolijidad, los cuatro que conservaban todavía la cabeza parecían mirar, con gran interés, el cielo azul, en tanto que las cinco cabezas ya seccionadas (la restante estaba en ese momento separándose para siempre, gracias al cuchillito de hueso, del cuerpo que había coronado durante años), se alineaban también, dando la ilusión de apoyarse en sus propias barbas, sobre la alfombra de hojas frescas. Dos de los indios empezaban ya, munidos de cuchillos y de hachas rudimentarias pero eficaces, a abrir, desde el bajo vientre hasta la garganta, uno de los cadáveres decapitados. El que estaba decapitando al capitán — porque cuando miré con más atención, pude comprobar que el aire ausente de ese cuerpo desnudo, cuya cabeza, que estaba siendo seccionada en ese momento reposaba, para mayor comodidad, como la de un niño adormilado en el regazo de su madre, en las rodillas de su propio degollador, era el del capitán — se distrajo un momento de su tarea, alertado sin duda por la intensidad de mi asombro silencioso, y, dirigiéndome una sonrisa llena de simpatía y de simplicidad, sacudiendo la mano que blandía el cuchillo, exclamó Def-ghi, Def-ghi, y señaló con el dedo el cadáver que estaba decapitando.
Algo ridículo debía haber en mi expresión, porque uno de los que estaban despedazando el primer cadáver, hizo un comentario en voz alta, sin dejar de hundir su cuchillo en el pecho sanguinolento, y los que alcanzaron a oírlo se echaron a reír a carcajadas. Fue en ese momento en que la conciencia exacta de lo que se avecinaba me vino a la cabeza, de modo que me di vuelta y me eche a correr. Al hacerlo me fui alejando, sin proponérmelo, de la playa y de las construcciones, desplazándome, por entre los árboles, paralelo al río. Corrí hasta que empezó a faltarme el aire y mi respiración se hizo tan rápida y tan fuerte que al fin me paré, me apoyé contra un árbol, y por un momento quedé como ciego de cansancio y de furor, y me tendí en el suelo, donde me fui tranquilizando poco a poco.
Echado boca arriba podía ver las copas de los árboles en las que las hojas superiores destellaban al sol ya alto. Esto que está pasando, pensaba, es mi vida. Esto es mi vida, mi vida, y yo soy yo, yo, pensaba, mirando las hojas inmóviles que dejaban ver, aquí y allá, porciones de cielo. La impasibilidad con que los indios me habían visto echarme a correr indicaba que la posibilidad de que me escapase no se les cruzaba ni siquiera remotamente por la cabeza. En esa tierra muda y desierta, no debía haber lugar dispuesto a recibirme: todo me parecía arduo y extraño, y de esos pensamientos me sacaron, próximas y múltiples, voces infantiles. Me incorporé despacio y me quedé inmóvil, volviendo, atenta, la cabeza en la dirección de la que las voces parecían provenir. Después, gateando sin hacer ruido, avancé entre los matorrales, hasta que me detuve cuando pude verlos, en la proximidad del agua. Eran una veintena de niños, varones y mujeres, de los cuales los mayores no tendrían más de diez años y los más chicos no menos de tres o cuatro. Todos estaban desnudos y se entretenían, saludables y felices, en la orilla del río. El juego al que jugaban era simple y extraño: primero se ponían todos en fila, unos detrás de otros, paralelos al río, hasta que, uno a uno, se dejaban caer al suelo, donde quedaban inmóviles, como muertos o dormidos. Cuando el último de la fila había caído, los demás corrían a ponerse detrás de él, que se incorporaba, y el juego recomenzaba. Más tarde la fila se convertía en un círculo pero, a diferencia de las rondas que había visto en mi infancia, los niños no se ponían unos frente a otros, mirando el centro del círculo, sino uno detrás del otro, apoyando las manos en los hombros del que iba adelante, de modo tal que el círculo se formaba cuando el primero de la fila apoyaba sus manos sobre los hombros del último. A veces la fila, sin que sus componentes se dejaran caer, se desplazaba un largo trecho en línea recta hasta que, llegados a un punto determinado, los niños se dispersaban, golpeando las manos y riéndose o discutiendo entre ellos, como si una parte del juego hubiese terminado y se estuviesen dando un descanso rápido antes de recomenzar.
Después se dispusieron de una manera más compleja, formando una figura de la que comprendí que se trataba de una espiral únicamente cuando se pusieron a girar. Estuvieron componiendo y recomponiendo, durante un buen rato, esas figuras, dispersándose de tanto en tanto en medio de la alegría general y de los comentarios más entusiastas y acalorados, hasta que por fin se dejaron caer en el pasto que bordeaba la orilla y descansaron, jadeantes y plácidos. Pasado un momento, uno de ellos, de no más de siete años, se paró y se quedó unos minutos apartado del grupo, reflexionando o concentrándose, hasta que volvió a acercarse, modificando sus gestos y su manera de andar, como si representara algún personaje; los demás lo recibieron con risas y exclamaciones que parecían estimularlo, ya que sus gestos y su andar paródico se volvían cada vez más exagerados, y en determinado momento comenzó a acompañarlos con frases o palabras que sus compañeros festejaban sacudiendo la cabeza y lanzando gritos que llegaban, debilitados, hasta el lugar desde el que yo estaba observándolos.
Al final, el actorcito pareció cansado, o el entusiasmo de su público decreció, de modo que volvió a sentarse en el suelo; se quedaron todos serios, tranquilos, descansando, y cuando por fin se levantaron y, bordeando el agua, desaparecieron entre la maleza y los árboles en dirección al caserío, permanecí todavía unos minutos contemplando el espacio vacío que habían estado ocupando, como si hubiesen dejado, detrás de su presencia bulliciosa, algo impalpable y benévolo que despertaba, en quien llegaba a percibirlo, no únicamente dicha sino también compasión por una especie de amenaza ignorada y común a todos que parecía flotar en el aire de este mundo.
Como si esos sentimientos me tironearan, dulces y convincentes, me incorporé y empecé a caminar, despacio, hacia la aldea, fortalecido tal vez por esa convicción de inmortalidad tan común en la juventud. Algo me decía que no me ocurriría nada grave. Y, en efecto, cuando comencé a divisar los primeros techos de paja medio ocultos entre los árboles y a cruzarlos primeros indios que iban y venían, al parecer muy atareados, no me sorprendieron la cortesía y la satisfacción con que me saludaban. Algunos se acercaban para tocarme con la suavidad acostumbrada, otros se paraban al verme llegar y, gesticulando con entusiasmo, proferían un párrafo en esa lengua incomprensible, con sus voces rápidas y chillonas. Naturalmente, el sempiterno Def-ghi, Def-ghi resonaba, continuo, en la sombra soleada.
Al fin desemboqué en la playa: con alivio comprobé que ya no quedaba, en la pila de carne despedazada que yacía sobre el lecho de hojas verdes, nada que pudiese recordarme a mis compañeros de expedición. Las cabezas habían desaparecido. En cuanto a las parrillas de madera, parecían listas, del mismo modo que el montón de leña que habían ido trayendo durante mi ausencia. Me aproximé: uno de los hombres se acuclillaba en ese momento y, haciendo girar, con rapidez y pericia, frotándolo con la palma de las manos, un palito puntiagudo sobre un pedazo de madera medio tapado de hojas secas, produjo, después de unos minutos, un hilito de humo débil que empezó a subir de las hojas hasta que éstas dejaron ver, diminuta pero firme, una llamita azulada. Con satisfacción y cuidado los otros, que habían estado observando el trabajo del indio acuclillado, empezaron a arrimar, a la llama que iba en aumento, hojas y ramas secas hasta que, cuando la fogata pareció lo suficientemente avanzada, se pusieron a encimar, por sobre las llamas, pedazos de leña.
Del caserío, a medida que la hoguera iba creciendo, llegaban rápidos, hombres, mujeres, niños, y se ponían a contemplar las llamas. Algunos miraban, con deleite evidente, la carne apilada. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, hasta las criaturas que había visto jugando un rato antes en la orilla del río, participaban de la misma alegría sencilla y despreocupada que provocaba en ellos el espectáculo de la hoguera y de la pila de carne que yacía sobre el lecho fresco de hojas recién cortadas. Parecían nítidos, compactos, férreos en la mañana luminosa, como si el mundo hubiese sido para ellos el lugar adecuado, un espacio hecho a su medida, el punto para una cita en el que la finitud es modesta y ha aceptado, a cambio de un goce elemental, sus propios límites. No tardaría en darme cuenta del tamaño de mi error, de la negrura sin fondo que ocultaban esos cuerpos que, por su consistencia y su color, parecían estar hechos de arcilla y de fuego.
Con unos palos largos, tres hombres iban retirando las brasas que se formaban en el núcleo de la hoguera y las diseminaban bajo las parrillas, probando la temperatura con el dorso de la mano que pasaban, lentos, casi a ras del fuego. Por fin, cuando consideraron que el fuego era suficiente, comenzaron a acomodar los pedazos de carne: los troncos y las piernas habían sido divididos para facilitar la manipulación y la cocción; los brazos, en cambio, estaban enteros. Como me pareció ver que la carne traía pegados, aquí y allá, fragmentos de una materia oscura, induje que debían haber arrastrado los pedazos, por descuido, en el suelo, y que debían habérseles adherido hojas secas y ramitas, e incluso tierra, pero cuando me acerqué unos pasos para ver mejor comprobé que, no solamente la carne no había sido tratada con negligencia sino que, muy por el contrario, había sido objeto de una atención especial, porque lo que yo había confundido con adherencias extrañas debidas al contacto con la tierra no era otra cosa que una especie de adobo hecho con hierbas aromáticas destinadas a mejorar su gusto.
La disposición de la carne en las parrillas, realizada con lentitud ceremoniosa, acrecentó la afluencia y el interés de los indios. Era como si la aldea entera, dependiese de esos despojos sangrientos. Y la semisonrisa ausente de los que contemplaban, fascinados, el trabajo de los asadores, tenía la fijeza característica del deseo que debe, por razones externas, postergar su realización, y que se expande, adentro, en una muchedumbre de visiones; no ardían, esos indios, en presencia de la carne, de un fuego menos intenso que el de la pira que se elevaba junto a las parrillas. A pesar de la expresión, semejante en todos, se adivinaba en cada uno de ellos la soledad súbita en que los sumían las visiones que se desplegaban, ávidas, en su interior, y que ocupaban, como un ejército una ciudad vencida, hasta los recintos más oscuros.
Una criatura de dos o tres años que se acercó, bamboleándose, y, para hacerse alzar en brazos, comenzó a golpear con sus manitos el muslo de la que parecía su madre, fue rechazada, con un empujón suave pero firme, sin que su madre desviase, ni siquiera por un segundo, su mirada fija en los pedazos de carne que ya empezaban a chirriar sobre las brasas. Habían abandonado hasta la actitud deferente con que se dirigían a mi persona y, para aquellos en cuyo campo visual yo me encontraba, se hubiese dicho que me había vuelto transparente: si la interferencia de mi cuerpo ocultaba la parrilla, daban un paso al costado, dirigiéndome, por pura forma, una sonrisa rápida y mecánica, con esa concentración obstinada del deseo que, como lo aprendería mucho más tarde, se vuelca sobre el objeto para abandonarse más fácilmente a la adoración de sí mismo, a sus construcciones imposibles que se emparentan, en el delirio animal, con la esperanza.
Únicamente los asadores, que manipulaban sus palos largos con los que iban trayendo, de la hoguera del costado, brasas que diseminaban con cuidado, parecían ajenos al éxtasis general. Vigilaban, tranquilos y atentos, los detalles de la cocción, observando, por entre el humo que los hacía lagrimear, de lo más cerca que podían, la carne, alimentando con brasas nuevas la capa de ceniza en que se convertían las ya consumidas, apagando, con golpes cortos pero hábiles, las llamas que formaba a veces la grasa en fusión al gotear, escurriéndose por las parrillas, sobre el fuego. Recorrían, lentos y sudorosos, por todos los costados, las parrillas, observando los detalles, y a veces se paraban para lanzar una mirada entendida sobre el conjunto. Todos estaban ahí y eran, aparentemente, reales, los asadores tranquilos y expertos, la muchedumbre a la que algo intenso y sin nombre consumía por dentro como el fuego a la leña y, envolviéndolos, abajo, encima, alrededor, la tierra arenosa, los árboles a los que ninguna brisa sacudía y de los que pájaros, con vuelos inmotivados y súbitos, entraban y salían, el cielo azul, sin una sola nube, el gran río que cabrilleaba y, sobre todo, subiendo, lento, ya casi en el cénit, el sol árido, llameante, del que se hubiese dicho que esas hogueras que ardían ahí abajo no eran más "que fragmentos perdidos y pasajeros. Tierra, cielo vacío, carne degradada y delirio, con el sol arriba, pasando, desdeñoso y periódico, por los siglos de los siglos: así se presentaba, ante mis ojos recién nacidos, esa mañana, la realidad. Una gritería me sacó, viniendo desde el río, de mi ensueño: más comensales llegaban por agua, en sus grandes embarcaciones. Al oírlos, muchos de los que contemplaban la carne corrieron a recibirlos a la orilla, agregando, al bullicio de los que llegaban, su propia gritería. Algunos empezaban su conversación desde la embarcación misma, sin preocuparse de saber si eran escuchados o no por los que atravesaban la playa corriendo, otros se empeñaban en bajar, a pesar de la escasa estabilidad de las embarcaciones, unas vasijas enormes que requerían la fuerza de varios hombres para dejarse manipular, otros saltaban, contentos y despreocupados, de la embarcación a tierra firme, sin interesarse en los que venían a su encuentro, a tal punto que los que habían venido a recibirlos se cruzaron con ellos en medio de la playa sin intercambiar ningún saludo, de modo tal que un grupo corría del agua a las parrillas y el otro de las parrillas al agua, ignorándose mutuamente.
En los primeros, el interés se centraba en los pedazos de carne; en los segundos, en las vasijas que los que se habían abocado a la tarea ponían tanto cuidado y esfuerzo en transportar. Los que habían saltado de las canoas, que eran unos quince, se pararon, de golpe, detrás de los asadores y se pusieron a contemplar las parrillas desmesuradas, con la misma expresión contenida y maravillada, un poco ausente, con que venían haciéndolo desde hacía un buen rato los habitantes de la aldea; en cambio, los otros, los que habían ido al encuentro de las embarcaciones, acompañaban ahora en su marcha a los que traían las vasijas, arracimándose en torno a ellos, mirando el contenido de los recipientes, medio inclinados hacia adelante y apretados entre sí, como si estuviesen reteniendo mutuamente su agitación, y sin proponer su ayuda, a pesar del peso evidente de las vasijas y del esfuerzo que hacían los que las transportaban para no volcar el contenido. Sin siquiera detenerse un segundo ante las parrillas ni dirigir una sola mirada a los que las contemplaban, hechizados, a su alrededor, los que transportaban las vasijas continuaron un trecho en dirección al caserío y depositaron en fila, con el mismo cuidado con que habían venido trayéndolas, las vasijas bajo la sombra fresca de los árboles. Después se dieron vuelta y, avanzando unos pasos, se mezclaron a la gente de la aldea y se pusieron a contemplar las parrillas.
La carne humeaba, despacio, sobre el fuego. Al derretirse, la grasa goteaba sobre las brasas, produciendo un chirrido constante y monótono, y por momentos formaba un núcleo breve de combustión, acrecentando la humareda y atrayendo la atención de los asadores que se inclinaban, interesados, y se ponían a remover el fuego con sus palos largos. El silencio de los indios era tan grande que, a pesar de la muchedumbre que rodeaba las parrillas no se oía nada más que la crepitación apagada de la leña y la cocción lenta de la carne sobre el fuego. De la carne que iba asándose llegaba un olor agradable, intenso, subiendo junto con las columnas de humo espeso que demoraban en disgregarse hacia el cielo. El origen humano de esa carne desaparecía, gradual, a medida que la cocción avanzaba; la piel, oscurecida y resquebrajada, dejaba ver, por sus reventones verticales, un jugo acuoso y rojizo que goteaba junto con la grasa; de las partes chamuscadas se desprendían astillas de carne reseca y los pies y las manos, encogidos por la acción del fuego, apenas si tenían un parentesco remoto con las extremidades humanas. En las parrillas, para un observador imparcial, estaban asándose los restos carnosos de un animal desconocido. Estas cosas son, desde luego, difíciles de contar, pero que el lector no se asombre si digo que, tal vez a causa del olor agradable que subía de las parrillas o de mi hambre acumulada desde la víspera en que los indios no me habían dado más que alimento vegetal durante el viaje, o de esa fiesta que se aproximaba y de la que yo, el eterno extranjero, no quería quedar afuera, me vino, durante unos momentos, el deseo, que no se cumplió, de conocer el gusto real de ese animal desconocido. De todo lo que compone al hombre lo más frágil es, como puede verse, lo humano, no más obstinado ni sencillo que sus huesos. Parado inmóvil entre los indios inmóviles, mirando fijo, como ellos, la carne que se asaba, demoré unos minutos en darme cuenta de que por más que me empecinaba en tragar saliva, algo más fuerte que la repugnancia y el miedo se obstinaba, casi contra mi voluntad, a que ante el espectáculo que estaba contemplando en la luz cenital se me hiciera agua a la boca. Durante el tiempo que duró la cocción, la tribu entera permaneció inmóvil, en las inmediaciones de las parrillas, contemplando con su semisonrisa ausente la carne que iba dorándose entre las columnas de humo, anchas y espesas, que subían sin disgregarse. Tan grande era la inmovilidad de esa gente, tan absortos estaban en su contemplación amorosa, que empecé a pasearme entre ellos y a observarlos en detalle, como si hubiesen sido estatuas; por no parecer descorteses, algunos me dirigían gestos rígidos y rápidos, sin desviar la vista de la carne; uno solo, molesto por mi merodeo inoportuno, murmuró algo y me lanzó una mirada impaciente. Anduve largo rato entre esos cuerpos desnudos y sus sombras encogidas que el sol de mediodía estampaba en la arena hasta que, en medio de ese silencio casi total, se oyó la voz de uno de los asadores, invitando a los indios a aproximarse sin duda, ya que de la muchedumbre se elevó, súbito, una especie de clamor, y, precipitándose todos al mismo tiempo, los indios, en un estado de excitación inenarrable, se amontonaron junto a las parrillas, empujándose unos a otros y tratando de ganar un lugar favorecido cerca de los asadores.
La inminencia del banquete los volvía ansiosos: podía verlos apiñándose alrededor de las parrillas y mostrando, por los gestos que realizaban sin darse cuenta, su nerviosidad: algunos, como criaturas, cambiaban de pie de apoyo una y otra vez, como si el peso de sus cuerpos los fastidiara, otros, al menor roce, les daban a sus vecinos un empujón violento; muchos se rascaban, con furia distraída, la espalda, los cabellos, las axilas, los genitales; algunos, sosteniéndose en un solo pie se rascaban, con las uñas del otro, como ausentes, la pantorrilla oscura y musculosa hasta hacerla sangrar. Yo me mantenía a distancia, observándolos, y apenas si podía ver los círculos exteriores de la muchedumbre. Tan apretados estaban, que los más mínimos gestos de un individuo sacudían su vecindad de modo tal que el estremecimiento se propagaba a toda la tribu, como los estremecimientos que ocasiona una piedra en el agua. Por esta razón, cuando los que estaban en el círculo más cercano a los asadores empezaron a moverse, bruscamente, la muchedumbre entera se sacudió, siguiendo el impulso que parecía común a todos los individuos: instalarse lo más cerca posible de las parrillas. Esta tendencia general estaba en contradicción con los esfuerzos de los de las primeras filas que, como pudo verse unos minutos después, habiendo ya obtenido un pedazo de carne, trataban de abrirse paso hacia el exterior.
El primero que apareció era un hombre ni joven ni viejo, con la misma piel oscura y lustrosa que el resto de la tribu, el pelo largo y lacio, los miembros musculosos, los genitales colgándole olvidados entre las piernas, el cuerpo sin vello a no ser un matorral ralo en el pubis. Había algo cómico en la manera en que sostenía el pedazo de carne que sin duda debía estar quemándole las manos y al que contemplaba, en hechizo amoroso, con la cabeza baja que logró erguir durante unos pocos segundos buscando, a su alrededor, un lugar apropiado para instalarse a devorar. Cuando lo encontró — un punto bajo los árboles, estratégicamente próximo de las vasijas mantenidas al fresco — , se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol, y empezó a comer.
Antes del primer bocado se sumió, durante unos segundos, en la contemplación de su pedazo con expresión de incredulidad, como si el momento tan esperado, al actualizarse, viniese a satisfacer un deseo tan intenso que el tamaño del don recibido hiciese dudar de su realidad. Después, convencido por la presencia irrefutable de la carne, empezó a masticar: cada bocado, en lugar de apaciguarlo, parecía aumentar su apetito, de modo tal que el intervalo entre bocado y bocado iba haciéndose cada vez más breve, hasta que sus inclinaciones rápidas de cabeza, hacían pensar menos en la aferrabilidad firme y segura de los dientes, que en la obstinación repetitiva y superficial de un picoteo, a tal punto que, como tenía todavía la boca llena de carne que apenas si lograba masticar, el indio no arrancaba de su pedazo, con sus dentelladas rápidas y sucesivas, más que unos filamentos grisáceos que no llegaban a constituir, aisladamente, verdaderos bocados. Se hubiese dicho que había en él como un exceso de apetito que no únicamente crecía a medida que iba comiendo, sino que además, por su misma abundancia, hecha de gestos incontrolables y repetidos, anulaba o empobrecía el placer que hubiese podido extraer de su presa. Parecía más él la víctima que su pedazo de carne. En él persistía una ansiedad que ya estaba ausente en su presa.
Cuando desvié la vista del indio para mirar la multitud, la escena que iluminaba el sol arduo me recordó, de un modo inmediato, la actividad febril de un hormiguero despojando una carroña: un núcleo apretado de cuerpos arremolinándose, llenos de excitación y de apuro, junto a las parrillas y, separados de la mancha central de la muchedumbre, los individuos que iban y venían, a buscar un primer pedazo si todavía no habían comido o un segundo si ya habían terminado el primero, desprendiéndose del tumulto apretado que se estremecía cerca de los asadores, con un pedazo de carne en la mano, para ir a comerlo tranquilos bajo los árboles, parecidos a las hormigas también por la rapidez de la marcha, por las vacilaciones antes de ceder el paso si por las dudas se interceptaban dos que venían en sentido opuesto, como hacen las hormigas cuando se topan en un senderito, y hasta por la frecuencia y la rapidez con que iban y venían a las parrillas, con ansiedad creciente.
En todos esos indios podía verse el mismo frenesí por devorar que parecía impedirles el goce, como si la culpa, tomando la apariencia del deseo, hubiese sido en ellos contemporánea del pecado. A medida que comían, la jovialidad de la mañana iba dándole paso a un silencio pensativo, a la melancolía, a la hosquedad. Rumiaban sus bocados con el mismo ritmo lento, olvidadizo, con el que se enfangaban en quién sabe qué pensamientos. A veces, deteniendo la masticación, la mejilla hinchada por el bocado a medio macerar, la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, se quedaban un buen rato con la mirada fija en el vacío.
El banquete parecía ir disociándolos poco a poco, y cada uno se iba por su lado con su pedazo de carne como las bestias que, apropiándose de una presa, se esconden para devorarla de miedo de ser despojadas por la manada, o como si el origen de esa carne que se disputaban junto a la parrilla los sumiese en la vergüenza, en el resquemor y en el miedo. A veces se veía, reunida bajo un árbol o en el gran espacio abierto y arenoso que separaba los árboles del río, lo que parecía ser una familia, ya que el grupo, separado de los demás, estaba compuesto de viejos, adultos, criaturas, y porque, en todos los casos, alguno de los viejos, o de los adultos, distribuía entre los demás pedazos de carne que iba a buscar a las parrillas pero, aunque se mantuviesen materialmente próximos, apenas recibían un pedazo de carne parecían hundirse en ese silencio hosco del que no quedaban a salvo ni siquiera los niños. En algunas caras se percibía la atracción y la repulsión, no repulsión por la carne propiamente dicha, sino más bien por el acto de comerla. Pero no bien terminaban un pedazo, se ponían a chupar los huesos con deleite, y cuando ya no había más nada que sacarle, se iban a toda velocidad a buscar otra porción. El gusto que sentían por la carne era evidente, pero el hecho de comerla parecía llenarlos de duda y confusión. No se veía, a mi alrededor, más que gente que masticaba, en el sol que iba pasando el cénit, que le daba a los cuerpos sudorosos reflejos oscuros y que hacía cabrillear, cerca de las orillas, el agua lenta del gran río. La única excepción a esa manducación general eran los asadores, que seguían vigilando, sobrios y tranquilos, los restos de carne y el fuego que los cocinaba. Al dispersarse, los comensales habían dejado de ocultar las parrillas con sus cuerpos apiñados, y yo podía ver cómo los asadores, con sus cuchillitos de hueso, iban cortando los pedazos de los grandes restos de carne para dárselos a los que se inclinaban hacia ellos solicitando una segunda e incluso una tercera porción. Por la expresión tranquila que mostraban, podía verse que los asadores no probaban la carne.
La comida duró horas. A pesar de la rapidez con que masticaban, la espera junto a las parrillas cada vez que querían servirse otra presa, la distribución de los pedazos en los grupos que se formaban bajo los árboles, el empecinamiento con que arrancaban de cada hueso hasta los últimos filamentos de carne y, al final, la demora con que se obstinaban en tragar los últimos bocados cuando parecía evidente que ya estaban repletos, alargaba la duración del banquete. Algunos descansaban un rato, esperando que bajara un poco lo que ya habían tragado, y después se iban a buscar otro pedazo.
Cuando la tribu pareció satisfecha, una especie de somnolencia se apoderó de los cuerpos diseminados bajo los árboles. Yo estaba observándolos cuando, de detrás de las construcciones de techo de paja, un indio que parecía en ayunas, dado el aire afable con que se encaminó hacia donde yo estaba, empezó, por medio de gestos rápidos y nada perentorios, a indicarme que lo siguiera.
Atravesamos el espacio arbolado, dejamos atrás algunas casas y, en una especie de terreno reducido en medio del cual crecían dos o tres árboles y al que circundaba una serie de construcciones, encontrarnos a un grupito de indios que preparaban, silenciosos y tranquilos, pescados a la parrilla. Def-ghi, Def-ghi, dijeron algunos, señalándome complacidos, y, juntando los dedos por las yemas y sacudiéndolos hacia la boca abierta, me significaron el acto de comer.
La escena contrastaba de un modo evidente con la que había estado desarrollándose hasta hacía unos momentos antes en la playa: la calma y la simplicidad con que esos hombres preparaban su comida, en la parrillita asentada sobre cuatro troncos enterrados en el suelo, la sencillez de su comida, y la actitud generosa y paternal con que me invitaron a compartirla me hicieron creer, por un momento, que esos hombres no pertenecían a la tribu. Poco a poco, sin embargo, empecé a reconocerlos: eran los que habían estado descuartizando los cadáveres y a su vez, como lo sabría mucho más tarde, cuando empezaría a conocer poco a poco las costumbres de la tribu, aquellos cuyas armas habían exterminado al capitán y al resto de mis compañeros. Mis huéspedes me observaban comer con satisfacción discreta, con placer, casi diría con ternura. Me invitaban a servirme más con delicadeza, con sencillez generosa. Austeros, en la siesta apacible, bajo la sombra fresca de los árboles, se abandonaban a sus recuerdos tranquilos intercambiando, de tanto en tanto, monosílabos cordiales. Eran como una medalla dura y redonda, moldeada en algún metal noble del que el resto de la tribu, dispersa en la playa, parecía el sobrante hirviente, oscuro y sin forma.
Cuando nuestra comida acabó, mis huéspedes apagaron, diestros, el fuego, se lavaron, limpiaron el espacio sobre el que se abrían las habitaciones y se dispersaron no sin antes saludarme, corteses, con sus voces rápidas y chillonas. Algunos se dirigieron hacia la playa, otros hacia el monte espeso que había detrás, otros penetraron en las construcciones que rodeaban el claro. Sentado solo a la sombra, sentí voces y ruidos que llegaban hasta mí desde la playa, a través del silencio soleado. Me incorporé y me dirigí hacia el río.
Dos hombres discutían, violentos, cerca de las parrillas, enfrentándose hasta casi tocarse, echándose miradas brutales, separándose como si estuviesen por alejarse definitivamente y volviendo a enfrentarse de golpe, tan cerca uno del otro que temí varias veces que sus cabezas se entrechocaran. Sus voces chillonas se quebraban, alteradas por la furia. Por último se quedaron inmóviles, en silencio, a pocos centímetros uno del otro, mirándose, respirando rápido, y sus sombras, que el sol proyectaba en la misma dirección, parcialmente superpuestas en el suelo amarillento. Las dos caras enfrentadas expresaban la lucha inminente, el odio, el desdén. Y lo que llamaba la atención, sobre todo, era la indiferencia con que la tribu parecía observarlos, en el caso de los que observaban, porque la mayor parte ni siquiera miraba en dirección de los hombres que discutían. Esa indiferencia parecía mayor en los asadores, parecía incluso deliberada. Estaban vueltos de perfil, apoyados en sus palos, mirando un punto impreciso en dirección al río, como si se hubiesen propuesto no prestar atención a lo que estaba sucediendo en la playa o como si, por el contrario, supiesen exactamente lo que ocurría y simularan ignorarlo, por alguna razón para mí desconocida. Los otros miembros de la tribu, perdidos en su entresueño, o bien dejaban resbalar sus miradas indiferentes sobre los dos hombres o bien parecían ignorar completamente su presencia.
Habían terminado de comer; muy pocos ya — un viejo sin dientes, una criatura — chupaban, pensativos, algún hueso. En la parrilla no quedaba nada. Un hombre que tenía un hueso en la mano cruzó, maquinal, el espacio vacío, y tiró el hueso al fuego. Los asadores, inmóviles, apoyados en sus palos, ni se dignaron mirarlo. Los dos que habían estado peleándose desviaron bruscos la mirada y se alejaron en dirección opuesta, perdiéndose entre la muchedumbre de la que se había apoderado, a causa de la digestión, una somnolencia meditabunda. Algunos estaban estirados en el suelo, boca arriba; otros, parados, no menos inmóviles, con los ojos entrecerrados, parecían a punto de desplomarse. Algunos se habían trepado a los árboles y se habían instalado tratando de adecuar el cuerpo a las irregularidades de las ramas. Esa somnolencia parecía menos próxima del sueño que de la pesadilla. Las caras denunciaban las visiones tenaces que los asaltaban por dentro impidiéndoles dormir. Los ojos se removían, lentos, bajo las cejas fruncidas, y se reunían cerca de la nariz. Las miradas eran bajas y huidizas. En los cuerpos inmóviles, los dedos de los pies se agitaban, autónomos, traicionando lo que el resto del cuerpo pretendía disimular. Parecían atentos a lo que pasaba dentro de ellos, como si esperaran el efecto inmediato del festín y estuviesen sintiendo bajar, paso a paso, cada uno de los bocados ingeridos por los recovecos de sus cuerpos. Era como si estuviesen seguros de que, si a partir de cierto momento ningún efecto terrible se manifestaba en ellos, podían considerarse a salvo y ser capaces de deponer sin peligro su ansiedad vergonzosa. Parecían estar oyendo subir desde sí mismos un rumor arcaico. Empezaron a sacudirse un poco a media tarde. Se paraban, desperezándose, pestañeaban varias veces, iban corriendo en dirección al río y se dejaban caer, bruscos, en la orilla. Parecían débiles, pesados, incluso cuando corrían. Las criaturas, que se habían mostrado tan vivaces a la mañana, se movían con una lentitud que no se sabía si era malhumor o modorra.
Un grupo de indios empezó a aproximarse a las vasijas que reposaban bajo los árboles y a examinarlas con interés, aunque a distancia: algunos se ponían en puntas de pie y estiraban el cuello para tratar de ver, de lejos, el contenido. Otros daban, con exageración, muestras de impaciencia. Todos parecían serios y retraídos. Poco a poco, la tribu entera fue rodeando, aunque manteniéndose a distancia, las vasijas, de modo tal que quedó un espacio circular vacío alrededor de los árboles que las protegían del sol, y se quedaron inmóviles, mirando las vasijas, y removiéndose de tanto en tanto para ostentar impaciencia. Nadie hablaba, ni siquiera se miraba. De vez en cuando, volvían a ponerse en puntas de pie y estirando el cuello escudriñaban un punto impreciso detrás de los árboles, en dirección a las construcciones.
(...)
El Entenado (1983)